Noches de luna llena en la mar

Ayer fue la luna llena de Julio, y me apetecía rescatar del cajón del cuarto de derrota este escrito para esta nueva plataforma… Espero que os guste.



Hace unas semanas me mandaron un comentario de Fenix, una amiga de este space en el que me preguntaba: ¿Cómo son las puestas del sol en la mar? ¿Qué se siente al contemplarlas? También me decía que nunca viajo en barco y que le intrigaba lo que se podría sentir, el ruido de las olas, las estrellas, la mar ¿Si se siente miedo o por el contrario se encuentra paz?...

Llevo veintiséis años en la mar y le podría decir que nunca vi un amanecer, una puesta o una noche estrellada que fuera igual a otra, son muchas las incógnitas y variantes, que entran en tan hermosa ecuación de color y de luz influyendo en su resultado final; desde las exteriores obviamente, hasta las interiores, siendo estas ultimas las que mas peso adquieren. Es tu estado de ánimo o tu sensibilidad al igual que los alcalinos en el revelado de una fotografía los que fijan y resaltan la imagen. Los que hacen que un sol dormido deje de ser un simple “esta rojo de carallo”, a salpicar el cielo de infinitos matices que cubren todo el espectro de color: desde al azul cobalto mas puro, al amarillo cadmio mas calido que uno puede percibir. O los que hacen que una luna llena deje de ser una impostora que roba su luz al sol, una esfera de blanco abstracto sin sangre, a convertirse en pura magia cargada de luz y embrujo...
–precisamente, como la que vengo ahora mismo de contemplar-.

Acabo de entrar en el puente después de estar un buen rato disfrutando de mi hora preferida, y en mi sitio preferido de esta cóncava construcción de chapa y soldaduras. Esa hora en la que toda la tripulación descansa después de un duro trabajo y con ella el barco también, en la que, apagado su motor principal se deja únicamente un pequeño auxiliar que mantenga la corriente a bordo. Hora en la que, el silencio y la quietud suavizan con una dulce y fina capa, nuestras almas de sal. Pero hoy es distinta, especial...es noche de luna llena, o más bien diría: una perfecta noche de luna llena, pues hoy la mar también se encuentra tranquila y relajada... postrada ante tan hermosa señora, y ofreciéndole su manto cual inmenso espejo.
Y si...es paz, el sentimiento que con más poderío recoge el alma del pescador.
Pues cuando la iluminada oscuridad de una noche de luna en la mar adquiere color, y la penumbra adquiere textura...el alma adquiere reposo y sosiego.

Como dije antes tengo un sitio especial para disfrutar de las noches así, y es el punto mas alejado del barco “el pichón de proa”, aquel donde un jovencito DiCaprio hacia volar a través de las olas a una no menos jovencita Kate Winslet en la película de James Cameron “Titanic”.
Allí, en la proa, sentado sobre mi propia soledad y acunado por un levísimo y lejano ronroneo del latir del barco, es donde puedo sentir el roce de la suave marejadilla que acaricia su casco, y es allí donde esa paz, esa quietud y ese sosiego adquieren matices casi místicos para mi cuando son acompañados por el baile de lucecillas doradas y plateadas, que esa luna enorme esparce por la negra superficie abriendo un sendero de luz, desde el horizonte mas lejano e inabarcable hasta el centro mismo del corazón de quien disfruta esos instantes. Son momentos donde entre el embrujo de la luna, el calor de tu cigarrillo y tus propios pensamientos te reconcilias con el entorno hasta fundirte en el, hasta ser parte del atrezzo de ese inmenso y mágico escenario, son momentos donde el marino disfruta de la soledad, ese otro sentimiento que nos acompaña desde el mismo instante que desencapillamos los cabos que nos amarran a ese otro mundo... vuestro mundo.

Hasta para la más diminuta criatura marina, estas noches son mágicas, todas y cada una de ellas suben a contemplar el hermoso espectáculo que ofrece la mar irisada. Dicen los biólogos y científicos que este enorme éxodo de la biomasa marina hacia la superficie, se debe al movimiento de las capas de reflexión...ya sabéis, fitoplancton, zooplancton, y consecuentemente toda la cadena trófica, arrancándole de esta manera con sus teorías, toda su magia y belleza.

Sin embargo a mi me gusta mas pensar poniéndole un pequeño punto romántico a la noche, que lo hacen para cenar a la luz de una vela...! No saben nada estos peces!.



Fredo
En la mar, a 31 de Julio del 2007

Me gustan los hombres

Tranquis to el mundo, que no acabo de salir del armario, ni pierdo aceite por la limera. Es solamente el titulo de la columna que esta semana nuestra meritoria Torquemada (Carmen Posada) nos dedica a aquellos que solo usamos compresas pasados ocho decenios.
Esta vez la señora nos dedica unas indulgentes palabras a los que somos incapaces de mirar a los ojos de una mujer sin que se nos note que nuestras pupilas lo que de verdad reflejan son sus piernas… Eso si, siempre con ese vago toque sexual de mujer culta y liberada a la que puedes imaginar buscando la farmacia de guardia en el Boletín Oficial del Estado, para comprarse un selecto diafragma de Sargadelos.
Creo leer entre sus líneas una tenue defensa de aquellos hombres que no somos dados a proclamas de su lado femenino y su instinto maternal mientras abominamos de nuestra asquerosa condición masculina. Yo personalmente, encuentro positivo que algunos varones traten de destapar su lado más tierno, pero no entiendo la razón por la cual algunos prójimos asisten a los partos de sus mujeres y se comportan como si ellas pusiesen los dolores y ellos, tan sensibles, colaborasen rompiendo aguas…

En fin, que algunos tíos nos mola leer este tipo de columnas escritas por tan “eruditas feministas”. Y este articulo debería de ser colgado en el tablón de anuncios del despacho de alguna conocida “miembra” del congreso de diputados, pero a falta de eso, lo cuelgo yo aquí por si algún despistado aun no lo leyó...


Acabo de teclear el título de este artículo y de pronto me detengo. «Vaya perogrullada», pienso; se supone que a todas las mujeres heterosexuales nos gustan los hombres y no debería haber motivos para hacer pública semejante profesión de fe. Sin embargo, creo que las mujeres, y en especial las que escribimos, últimamente estamos demasiado cañeras con los tíos. Abundan hasta la náusea los artículos en los que se habla del egoísmo masculino. Que si ya está bien de que ellos se crean Rapa Nui (léase el ombligo del mundo). Que si estamos hartas de ser el segundo sexo del que habló Simone de Beauvoir y que ahora en siglo XXI seremos por fin el primero. Que si alumbra ya la era del varón domado y más aún la del varón sometido. Y ojo, chicos, porque a la mínima que os descuidéis haremos con vosotros, metafóricamente al menos, lo mismo que hizo Lorena Bobbit. Sí, aquella que aprovechó el sueño de su marido para `afeitarlo´ tan al ras que lo dejó listo para trabajar de eunuco en un harén. Y luego está toda esa monserga de cómo nosotras somos más sensibles que los hombres y también más evolucionadas biológicamente y, por supuesto, más inteligentes. Amén de los chistes feministas, que se parecen mucho a los machistas y que tienen tan poca gracia como éstos. O poner el grito en el cielo por cualquier comentario adverso contra las mujeres mientras contra los hombres se puede despotricar todo lo que se quiera porque para eso está la libertad de expresión... Yo, que soy mujer y por tanto lo puedo decir (si fuera hombre, seguro que me capan), debo confesar que empiezo a estar harta de este discursito. No creo que seamos ni más inteligentes ni más sensibles ni más evolucionadas que ellos; somos diferentes, y a Dios gracias que es así, porque si no este mundo sería mucho más aburrido. Ahora bien, lo que más me sorprende de todo el asunto es que los hombres con tanto blablá hembrista han caído víctimas de un curiosísimo síndrome de Estocolmo. De un tiempo a esta parte, el que más y el que menos dice estar ahora «cultivando su lado femenino» o «envidiar terriblemente la extraordinaria sensibilidad de las mujeres» o confiesa que su mayor deseo en esta vida hubiera sido «nacer mujer para ser madre». Menos esta última afirmación, que comprendo divinamente (ser madre es lo más maravilloso que existe), el resto de las afirmaciones me tiene mosca. ¿No será que los hombres se están feminizando? Si miramos las modas y las costumbres, bien podría ser que sí. El otro día leí que el sesenta por ciento ¡¿sesenta?! de los varones españoles se depila (con lo que a mí me gustan los tíos de pelo en pecho, qué desgracia). Además, desde que Beckham reinó en estas tierras, llevar pendientes de diamantes ya no es de nenazas, ni lo es hacerse mechas ni tampoco ponerse rímel; a este paso, pronto los veremos usar lip gloss y pintarse las uñas, si no, al tiempo. Yo, como soy una antigua, cuando los veo por la calle de esta guisa, con los pelos en pincho y los pantalones enseñando gayumbos, lo que me da es un ataque de risa, qué quieren que les diga. Cierto es que en otras épocas los hombres también llegaron a invadir las modas femeninas. En la Francia del siglo XVIII, por ejemplo, llevaban tacones, lucían pelucas y se ponían colorete. Claro que aquello acabó como acabó (en revolución y rodando cabezas), de modo que no saquemos conclusiones apresuradas... En fin, no voy a seguir con el sermón, porque sé perfectamente que estoy en franca minoría y que a muchas de mis congéneres el que ellos fomenten su lado femenino les parece sensacional y pasear del brazo de un maromo depilado, el súmmum de lo cool. Yo, en cambio, ahora que viene el verano y la ropa escasea, hago votos para tener la enorme suerte de descubrir, entre tanto petimetre, pisaverde, lechuguino y lampiño metrosexual, también a algún tío como los de antes. De esos que en vez oler a pachuli o a 212 de Carolina Herrera despiden feromonas a kilómetros, por ejemplo. Primitiva que es una, pero mmmm... ¡qué gustazo!

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